Gatdet tiene 22 años y ya ha escapado de la guerra dos veces. Jal tiene 24 y comenzó a hacer la guerra cuando tenía ocho años. Hoy, ambos se encuentran en el campamento de desplazados de Bentiu, en el norte de Sudán del Sur, en la frontera con Sudán, el más grande del país. Una plaza dividida en bloques donde viven hacinadas más de 100 mil personas que han encontrado aquí refugio de los conflictos, pero también de las inundaciones. De hecho, hay agua por todas partes, hasta donde alcanza la vista.
En Bentiu –y sus alrededores– todo habla de destrucción y de las peores consecuencias de dos de los principales causantes del desplazamiento forzado de personas: los conflictos y el cambio climático. «Cuando estalló la guerra, empezaron a bombardear y luego huimos al pueblo», dice Gatdet, un niño de dos metros que todavía asiste a la escuela primaria, «pero también nos persiguieron hasta allí. Así que nos adentramos en el monte, en el monte, donde no había nada. No teníamos refugio, ni agua, ni comida. Comíamos principalmente flores de nenúfar. Pero ni siquiera allí podíamos estar tranquilos. Si los soldados te encontraban, no respetaban a nadie, ni siquiera a los niños».
Mientras Gatdet cuenta su historia, algunos niños intentan hacer algunos dibujos. Nunca lo habían hecho antes. Nadie tiene lápices, plumas, marcadores, papel… Descubren que les gusta dibujar y se acurrucan alrededor de una pequeña mesa en una habitación.
Aquí, la guerra regresó en 2013, después de dos años de independencia y cincuenta años de lucha por la liberación del Norte. Ni siquiera hubo tiempo para empezar a construir un futuro de paz, reconciliación y desarrollo en el que era y es el país más pobre del mundo, y estalló un conflicto civil que se prolongó hasta 2018. En 2019, comenzaron las inundaciones. En 2023, la guerra en Sudán, con un flujo ininterrumpido de refugiados y repatriados, es decir, sursudaneses que huyeron al norte de Sudán y se ven obligados a regresar. Los niños y las niñas cuentan historias y al mismo tiempo dibujan de una manera rudimentaria pero dramáticamente efectiva: soldados disparando a la gente en la cabeza, matando vacas y prendiendo fuego a las chozas.
«Huimos a Jartum [capital de Sudán] –continúa Gatdet–, pero entonces empezaron a bombardear allí también. No sabíamos dónde escondernos, qué hacer. Y huimos otra vez. Era muy peligroso. Mucha gente murió. Pero éstas no son nuestras guerras».
En Sudán del Sur, la guerra está arraigada en los corazones y las mentes de muchas personas que no han conocido otra cosa. La semana pasada, la Organización de las Naciones Unidad (ONU) había organizado un evento de reconciliación y oración en el condado de Mayom, a tres horas de Bentiu, pero fue cancelado debido al bombardeo. La semana anterior, el 3 de mayo, dos helicópteros atacaron la farmacia del hospital de Médicos Sin Fronteras de Old Fangak, un poco más al sur, la única para una población de más de 100 mil habitantes. Todo el personal, pero también dos misioneros combonianos y tres religiosas, fueron evacuados y toda la población se vio obligada a huir sin ninguna ayuda.
El obispo Christian Carlassare, misionero comboniano, se se le confió la nueva diócesis de Bentiu en julio de 2024. Él mismo fue víctima de un atentado en Rumbek en 2021, y sigue llevando adelante, incluso en este contexto tan pobre y herido, las instancias fundamentales de oración, diálogo y formación: «Es importante dar testimonio de una Iglesia unida y unificadora, reconciliada y reconciliadora. En todas partes, y particularmente en este contexto, evangelizar significa reconciliar y llevar a las personas y a los pueblos a ser uno, a reconocerse en la fraternidad común. Por eso debemos ser una Iglesia que hable y también testimonia la alegría del Evangelio en un contexto todavía demasiado marcado por la pobreza, la violencia y la guerra, pero donde las personas demuestran una extraordinaria capacidad no sólo de sobrevivir, sino también de ayudarse y sostenerse recíprocamente en condiciones a veces realmente extremas».

Crédito de la nota: Avvenire
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